VIDAS PRESTADAS
De niño, yo era melancólico -que es una forma
poética de decir que era un llorón-. Cuando mis padres salían por la noche y me
dejaban en casa de algún familiar, yo lloraba porque los echaba de menos. Esto
es medianamente habitual a esas edades. Pero no lo es tanto el que, cuando por
fin nos pudimos permitir pasar unos días de agosto en la playa, yo me pusiera a
llorar en la cama con mi padre y mi madre a mi lado porque echaba de menos mi
casa.
El niño melancólico que yo era, entró en el San
Francisco de Paula en lo que entonces se llamaba segundo de EGB. Mi familia
hizo un gran esfuerzo económico por darme la que consideraban mejor formación
posible. Mi padre conocía bien el colegio porque trabajaba en una oficina que
estaba en la primera planta de la calle Alcázares, justo encima de lo que hoy
es el bar La bañera. Ese primer año, en el recreo, yo me iba a las ventanas que
daban a esa calle y miraba en dirección al despacho de mi padre con ojos
llorosos. Sí, durante las clases, también echaba de menos mi casa. Mi padre no
tenía más remedio que bajar e intentar consolarme.
Cuando tenía catorce años, tuve una seria
conversación con él en la que le comuniqué que quería estudiar el bachillerato
en un instituto cercano a mi casa (yo vivía en Triana). Mi padre, como ha hecho
siempre, aceptó mi decisión aunque no la compartiera. Así que entré en el
colegio por decisión paterna en segundo y salí tras terminar octavo por
decisión mía. La pubertad y sus cambios me habían hecho sentirme un extranjero en
mi propia vida y sentía que cambiar de aires me haría encontrar mi lugar.
En todos estos años, no había vuelto a pensar
en aquella decisión, pero la invitación de colaborar en la revista me ha hecho
fantasear con el que yo hubiera sido de no haberla tomado. No se me
malinterprete. En el Instituto Bécquer tuve algunos profesores magníficos,
otros normales y algunos pésimos, como ocurre en todas partes. Además, hice
amigos que aún conservo y, en él, empezó mi afición por lo que hoy es mi
oficio: el teatro. Pero, como en toda encrucijada, hay otros caminos y el que tomas no es el único y, quizá, no
es el mejor; quizá hay otros caminos dulces de caminar o, al menos, es dulce
imaginar qué habría sido de mí si los hubiera transitado.
Por eso, invento ahora una vida paralela en la
que, al contrario que mi primer amor del instituto –Aurora- no me concedió una
cita en todo el mes que supuestamente fuimos novios; en el colegio me hubiera
dicho sí a la primera una chica de mi clase, llamésmola Nadia como la amada de
Miguel Strogoff, libro que leía incansablemente en mi infancia. Y yo, correo
del zar, correo del azar, correo del azahar, la habría besado en abril,
descubriendo las primeras delicias del amor. También habría habido un profesor
de matemáticas que hubiera hecho a este niño melancólico y luego adolescente
extranjero, comprender y disfrutar las matemáticas; esa arquitectura de
abstracciones que, aún hoy, siguen
siendo un misterio y un fastidio para mí. Y, puestos a inventar, aquella
profesora de música (¿me estoy inventando también su nombre, Lola?) habría
convencido a mi madre de que estudiara solfeo y guitarra, y hoy mi amor por la música sería aún más
pleno.
Dicen que el pasado no se puede cambiar, pero
yo no lo comprendo así. Nuestro presente reescribe lo que fuimos, le da nueva
forma y sentido. Así que no descarto empezar a estudiar solfeo o atravesar la
estepa por amor o entender por fin qué diablos es un logaritmo neperiano.
Por cierto, seguí sintiéndome un extraño en el
instituto y, aún hoy, hay días en que esa sensación vuelve; pero ya no me puedo
cambiar de colegio.
1 comentarios:
Simplemente fantastico, me gustaría que contaras más historias de este tipo, llevas desde el año pasado sin publicar y se me pone el bello de punta con tu forma de escribir. Espero poder leerte pronto. Abrazo.
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