domingo, agosto 20, 2006

OFELIA EN EL VIP´S (cuento para ser bailado)

para belén “A donde te escondiste, amado, Y me dejaste con gemido. Como el ciervo huiste Habiéndome herido, Salí tras ti clamando y eras ido” San Juan de la Cruz La mujer camina sola por la ciudad, una ciudad cualquiera, lleva caminando horas o minutos, no ha mirado ni una vez al cielo, no ha mirado nada que no sean las losetas de la acera. No se había detenido desde que salió del hotel, sin embargo, ahora lo hace. Está parada en mitad de una calle y mira a la gente pasar y piensa que si tuviera flores se las regalaría a los transeúntes. El dolor vuelve y echa de nuevo a andar. A las paredes me arrimo Porque andando me desmayo, Yo me encuentro desvalido Sirviendo de mal vasallo Y tú la culpa la has tenido. Por fin, entra en una cafetería, es también una cafetería cualquiera, una de esas que forman parte de una gran cadena de cafeterías y que se encuentran casi en cualquier lugar del mundo y que en todos sitios es idéntica a sí misma y entra en ella porque esa identidad de la cafetería con la que hay al lado de su casa, le reconforta. Piensa: ahí dentro me sentiré protegida. Entra pues en la cafetería como huyendo de sí misma o de la que era cuando caminaba por las calles de esta ciudad cualquiera en la que hay una cafetería idéntica a la que hay al lado de su casa y también igual a la que hay cerca de tu casa o de la mía. Busca la mesa más solitaria y allí se sienta. Respira como un animal herido y acorralado, acorralado por sus propios pensamientos. Espera algo que sabe que no ocurrirá. Mira a los cristales y deja pasar el tiempo y se dice que el miedo está a punto de terminarse. Le asaltan las náuseas y tiene que correr al cuarto de baño. Abre la puerta bruscamente y corre hacia el váter. Se arrodilla frente a él y levanta la tapa. No vomita. Se levanta y va al lavabo, abre el grifo y deja correr el agua mientras se mira al espejo. Ausculta su cara, clava su mirada en su mirada y se sabe ahogada, se sabe muerta. Pone las manos bajo el chorro de agua y sólo entonces se permite llorar. Yo voy a la fuente y bebo El agua y no la aminoro, Que lo que hago es aumentarla Con las lágrimas que lloro. Gime y ve sus lágrimas caer en el espejo y siente que no es ella la que llora, no es ella la que tiene miedo, no es ella la que huye de los estanques, la que ha paseado una hora tras otra con el cansancio y la humedad de esta tarde de marzo. Cierra el grifo y sale de nuevo al salón. Vuelve a su mesa y se sienta. Acaricia la superficie de la mesa como si allí pudiera hallar el consuelo. Una camarera se acerca y ella siente miedo, miedo de ella, de los clientes, de los peatones que divisa a través del cristal de la cafetería de esta ciudad cualquiera que va ser la última que vean sus ojos. Pasa tiempo, mucho y poco. La mujer cierra los ojos y se diría que está adormecida, pero ella sabe bien que no, que es un látigo de pena el que la obliga a cerrarlos. De pronto, algo le hace cambiar su actitud. Mira su reloj y sonríe, y no deja de mirar su reloj aunque la sonrisa se va borrando de su rostro y se resuelve en una mueca. Ha llegado la hora. Ya llegó la horita, mare, La horita llegó, En que te apartaran de la vera mía Sin apelación. Él no sabe que ella está allí, debería saberlo. Ella sólo querría que la mirara, que pensara alguna vez en ella. Ya no espera que esté en la misma ciudad que ella, en la misma cafetería. Ya no pide tanto. Pero por poco que ella pida es menos lo que él da. Piensa que quizá cuando ella muera, él se dará cuenta de que la ama. Yo amaba a Ofelia. Quizá. Se olvida de que está en la cafetería y se acerca al cristal de la ventana, pega cara en él y trata de llorar y no puede. Siente que el cristal es la superficie de un estanque sereno y que ella está ya bajo el agua, dejándose mecer por la débil corriente y viendo pasar toda su vida por su frente, sin tristeza, casi sin dolor. Se desliza cristal abajo y queda de rodillas como quien dice una plegaria. Todos la miran, pero ella no ve a nadie. Sentada otra vez en la mesa, mira el café que ha pedido y se ha enfriado mientras ella cerraba los ojos y miraba pasar los segundos en el reloj y pegaba el rostro al cristal y se dejaba mecer o morir de rodillas. Sólo le queda volver al cuarto de baño, cerrar el pestillo, abrir el grifo, abrirse las venas y dejar que la sangre ahogue su vida. Remedio no tengas, Un cirujano te corte La campanilla y la lengua. David Montero Madrid, agosto 2005