viernes, julio 29, 2011

PASEOS POR UNA PECERA


Para Juan Antonio

Cada mañana me levanto a las siete y media, voy al cuarto de baño y me ducho despacio, muy despacio. Luego repaso mi rostro en el espejo cuando se ha desempañado el cristal. Me afeito intentando silbar y no cortarme, pero no lo consigo. Me pongo una tirita y un batín. Vuelvo al dormitorio, donde tengo una silla con la ropita que la noche anterior decidí ponerme perfectamente doblada. Dejo el batín en el suelo y me visto en silencio.
Por mucho que me demore en las diversas etapas que he descrito, siempre transcurren quince minutos desde que me levanto hasta que estoy vestido. Da igual que vaya tan lento como me permitan mis nervios y mi paciencia. Da igual que cuente a diez o a veinticinco antes de coger el gel o antes de abrir el grifo para enjuagarme; da igual que me quede parado delante de la silla de la ropa como si estuviera jugando a pollito inglés. Al final, cuando miro el reloj son las ocho menos cuarto. Siempre. Así que despierto con esta condena.
A las ocho y un minuto dejo de mirar el reloj y empiezo a preparar un desayuno feliz en la cocina. Le digo a la ventana
buenos días ventana
y le hago una reverencia justo cuando empieza a gorgotear la cafetera. Me gusta verme vagamente reflejado en el cristal mientras echo el café en la taza y vigilo  de reojo los panecillos para que no se tuesten demasiado. Me siento a untarle la mantequilla y a beber el café a grandes y sonoros sorbos que nadie sino la ventana y yo escuchamos.
A las ocho y media, cojo mi maletín y me voy a dar vueltas por la ciudad.
No tengo obligación de cambiar ni repetir el itinerario, pero mi trayecto es cada día idéntico. La verdad es que casi no lo pienso mientras ando, tampoco antes, pero un tirano inexistente hace coincidir cada día mis pasos con mis huellas. Por eso, cuando vuelvo a casa y miro la hora al cerrar tras de mí la puerta, confirmo lo que ya sabía: que las agujas están en la misma posición que ayer, que antesdeayer, que pasado mañana o hace tres meses. Mentiría si no dijera que alguna vez he sentido la tentación de forzar la realidad para cambiar el itinerario o la duración del paseo, pero el recuerdo del fracaso que cada mañana me proporciona la ducha me disuaden al instante.
Ya en casa, Apoyo la cabeza en la puerta del frigorífico un momento y cojo fuerzas para abrirlo. Saco una pechuga si es lunes, ternera si es martes, buey si miércoles, merluza si jueves y nada si es viernes. No. Los viernes en el almuerzo ayuno, no así por las mañanas, que por muy viernes que sea, realizo mi desayuno y, de hecho, tomo algunos panecillos con mantequilla más de lo normal para compensar la ausencia de almuerzo.
La tarde es menos interesante, pero no por eso voy a dejar de referirla.
Salgo a completar mi ruta de trabajo que es más breve que la de la mañana, pero igualmente idéntica cada día. Diré también que esta identidad de tiempos de la tarde está totalmente buscada por mí y tengo pánico a pensar que algún día se rompiera.
Por la noche nunca ceno otra cosa que un vaso de leche calentito con galletas. Luego vengo al cuarto a redactar los informes de trabajo que periódicamente mando a la sede central de mi empresa situada en algún lugar de este país que nunca he logrado adivinar. El único dato que tengo es un apartado de correos que puede corresponder a cualquier punto del país u, horror, al extranjero. Eso hago hasta que el sueño me rinde. Escribo datos que no entiendo en un cuaderno de cuadritos de una marca determinada que la empresa me indicó en el momento mismo de contratarme. En él anoto minucioso los horarios de entrada y salida de cada día y los nombres de las calles. Por ejemplo:
9.04 salida
9.05 calle verano
9.09 avenida de roma 
9.16 calle bécquer
9.18 calle sol
9.19 plaza de los remiendos
9.23 calle reposo
9.25 corredera de santiago
etc.
A veces, pocas veces, me permito algún tipo de precisión climatológica o un apunte humano del estilo de los que siguen:
9.04 salida (día lluvioso)
10.57 calle fernando IV (ni un alma)
12.13 plaza real (una mujer morena está sentada en el banco, me hubiera encantado sentarme a su lado para compartir el silencio y el frío del banco de piedra. era muy guapa. pero no era por eso. en cualquier caso no lo hice)
etc
etc
Todo empezó hace un año y tres meses, entonces yo me encontraba sin trabajo y encontré una oferta de empleo en el periódico que solicitaba “paseador” profesional, con buena presencia, pocas expectativas de ascenso profesional y sin demasiadas dotes de mando. No era mi perfil exactamente, pero tampoco era mi opuesto y para decirlo de una vez, estaba bastante desesperado.
Respondí a la oferta vía correo ordinario, como se especificaba, y a los pocos días recibí un sobre no demasiado voluminoso con un cuaderno exactamente igual a los que después yo mismo he comprado y un folio en el que se me informaba escuetamente de cuál sería mi labor en la empresa. Pasear. Pasear. No hubo entonces ni después ninguna referencia a itinerarios que tuviera que seguir u horarios que cumplir, ni mucho menos en qué fijarme durante dichos paseos, qué se esperaba exactamente de mí o cuál era la naturaleza de la empresa a cuyos servicios estaba entrando. Así que desde el lunes siguiente a la recepción de la carta, las cosas han permanecido casi igual. Me levanto, me ducho tratando de tardar más pero tardando cada día lo mismo, desayuno después de hacer una reverencia a la ventana de la cocina y salgo a la calle deseando por la mañana y temiendo por la tarde cambiar la duración del itinerario que el azar o mi inconsciente me han marcado.
No soy ningún bicho raro y este trabajo me parece tan inútil como a cualquiera, pero cada fin de mes un cheque con la cantidad convenida llega a mi buzón. Ese dinero es más de lo que mis escasas ambiciones necesitan. Con él puedo pagar mi comida, esta casa, los arreglos esporádicos y la pecera a la que miro durante todo el fin de semana y que espero mirar siempre cuando se cumpla el día de mi jubilación.